No me refiero a la voluntad como la fuerza necesaria para imponerse metas y cumplirlas; como la gente que, a fuerza de voluntad, deja de fumar, adelgaza o insiste hasta conseguir algo.
Me refiero a una forma de voluntad que no opera en el conciente, a la fuerza que a veces nos impulsa ciegamente hacia adelante.
Es la fuerza que Borges pone en Bolivar y no en San Martín, es la fuerza que Ionesco pone en su asesino sin gajes pero no en su víctima.
Esa tenacidad, esa determinación ciega que uno ve en una Antígona, una Salomé o en un Ahab, que los sigue impulsando aunque sólo consigan su propia desgracia y la ajena.
Esa fuerza vital yo la envidié -y la critiqué- en alguna gente; pero fundamentalmente la envidié, porque la reconozco inalcanzable.
En alguna época amé a alguna Antígona, y hasta me animé con alguna Medea, sabiendo que son mujeres que jamás cejan y jamás perdonan, que prefieren consumirse antes que apagarse; pero al menos tuve el buen juicio de nunca seguir a un Ahab.
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