Durante miles de años el combate era cuerpo a cuerpo, hombre a hombre. Esto permitió que trascendieran los nombres de algunos grandes héroes de aquella época. Las batallas -y las guerras- las ganaba quién tenía más hombres, más recursos y soldados más heróicos, dejando una importancia bastante relativa para los estrategas. A lo sumo un pueblo estaba mejor armado que otro.
Esto fue así hasta que se comenzaron a desarrollar las formaciones de batalla, para lo cual fue necesaria la especialización y la disciplina. Cuando apareció la falange macedonia (formación compacta de soldados armados con lanzas de seis metros que parecía un puercoespín gigante) se acabó la discusión, cualquier héroe local que se lanzara contra tal formación terminaba indefectiblemente hecho un alfiletero.
Cuando dos ejércitos ordenados y disciplinados se enfrentaban ya no era una cuestión de arrojo sino de estrategia. El alfiletero tenía un frente, entonces había que atacarlo por la retaguardia o plantear la batalla en un terreno que dificultara las maniobras del contrario.
De ahí para acá, las tácticas de combate fueron modificandose a medida que se inventaban nuevas armas ofensivas y defensivas. Estrategas como Tamerlán, Filipo, Escipión, Napoleón o Rommel supieron hacer uso de las armas que su época les proporcionaba.
Por supuesto, la guerra no se trata sólo de armas y estrategias; sino sobre todo de voluntad y resolución. Y si no me creen, pregúntenle a la turra de mi ex mujer.
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