Hay unos días en otoño en que las tardes son maravillosas.
La pampa, con su paisaje austero, es un lugar propicio para encontrarse con uno mismo y para fijar la atención en los pequeños detalles. En esa tierra rasa, cualquier detalle adquiere la relevancia de un Everest.
A lo lejos se divisa un bosquecillo. Unos cuantos árboles tal vez plantados por la mano del hombre para evitar la erosión del viento. Hacia ahí, involuntariamente, se dirigen mis pasos.
Unos arbustos secos ocupan el espacio entre árbol y árbol. El suelo, cubierto de hojas de todos los matices entre el verde y el amarillo, ocupa mi atención. El crujir de las hojas es el único sonido en el universo.
A medida que me adentro en el bosquecillo, éste se hace más denso. La pampa desaparece y el mundo es ese bosque desprovisto de pájaros.
Mis brazos rozan las ramas secas de los arbustos, que ceden suavemente a la menor presión. Ese pequeño bosque, que ahora es el mundo y se hace más denso a cada paso, pareciera guardar algún secreto. La tarde empieza a transformarse en noche, las ramas que me acariciaban comienzan a aprisionarme. Sé que jamás saldré de ese bosque.
El final da miedo, pero esta muy buena la aventura.
ResponderEliminarBosques que desprenden magia y nos atrapan, en el inicio del trayecto parecen amigables y despues se vuelven inquietantes. Duendes y hadas nos vigilan... brrrr... Bosques silenciosos, fascinantes y angustiantes. Da la sensacion de que ahi viven el Bien y el Mal, son una especie de analogia de la vida.
Besos.
Los finales siempre dan miedo.
ResponderEliminarBesos.