Los únicos órganos que la peste ataca y daña realmente, el cerebro y los pulmones, dependen directamente de la conciencia y de la voluntad.
Podemos dejar de respirar o de pensar, podemos apresurar la respiración, alterar su ritmo, hacerla consciente o inconsciente, introducir un equilibrio entre los dos modos de respiración: el automático, gobernado por el gran simpático, y el otro, gobernado por los reflejos del cerebro, que hemos hecho otra vez conscientes.
Podemos igualmente apresurar, moderar el pensamiento, darle un ritmo arbitrario. Podemos regular el juego inconsciente del espíritu. No podemos gobernar el hígado que filtra los humores, ni el corazón y las arterias que redistribuyen la sangre, ni intervenir en la digestión, ni detener o precipitar la eliminación de las materias en el intestino.
La peste parece pues manifestar su presencia afectando los lugares del cuerpo, los particulares punto físicos donde pueden manifestarse, o están a punto de manifestarse, la voluntad humana, el pensamiento, y la conciencia.