Acabo de leer un capítulo de El Relojero Ciego (Richard Dawkins) que trata sobre el compromiso entre la selección natural y la selección sexual.
Analiza el largo de la cola de una especie de ave cuyo nombre no viene al caso, y concluye lo siguiente: el largo óptimo por economía y función sería, por ejemplo, de 6 cm; por otra parte, existe un "gusto" en las hembras por las colas más largas (digamos de 12 cm). El resultado es que encontramos que el largo promedio es de 10 cm. Un poco más caro e incómodo, pero también más sexy.
Al compartir cada individuo el bagaje genético del padre y de la madre, la descendencia hereda (del padre) el gen que alarga la cola, y (de la madre) el gen del "gusto" por las colas largas. Esto genera una retroalimentación que continuamente haría alargar las colas de la población, si no fuera por la consiguiente disminución de las probabilidades de supervivencia de un individuo con una cola desproporcionada.
y no puedo evitar pensar que...
En el pasado de la humanidad, las probabilidades de generar descendencia aumentaban con determinadas características que se consideraban agraciadas. Caprichosamente -o no tanto- podemos suponer que la elección del hombre se basaba más en atributos como la belleza, mientras que la mujer podía privilegiar otros como la fuerza (para protegerla) o la riqueza (para proveer para ella y sus hijos).
Ahora bien, en algún momento las mujeres aprendieron a maquillarse, vestirse y arreglarse de modo tal de poder suplir alguna mezquindad de la naturaleza. Más recientemente comenzaron a someterse a costosas y peligrosas operaciones con el mismo fin.
Con esto, consiguen difundir sus genes a una descendencia que de otro modo tal vez no hubiesen tenido. Pero esos genes ya no codifican belleza o gracia, sino el deseo y la habilidad de agradar, así como el valor para soportar unos tacos de 20 cm y un implante de siliconas XL.
Tal vez esta no es la lectura más adecuada para mi a esta altura del año.